miércoles, 12 de enero de 2011

La bomba que nadie vio

Cuando uno termina de leer “Hiroshima”, del periodista John Hersey, tiene la sensación de que jamás se había sumergido en una novela tan verosímil, detallada ni tan intensa. Basta con documentarse un poco (y tener conocimientos básicos de Historia contemporánea) para entender que la bomba nuclear lanzada sobre la ciudad japonesa fue un hito brutal, y que las seis vidas en las que Hersey escarbó fueron los mayores testigos de esa catástrofe. La realidad es más rica y extraordinaria que cualquier fantasía.

Pero “Hiroshima” no es una novela, no es una crónica, no es un conjunto de perfiles ni de entrevistas. Es todo eso, y también un documento periodístico, y arte. Es Historia y es lo cotidiano. Se aleja de la simplificación y de las imágenes generales: del hongo gigante, de edificios convertidos en polvo, de muerte y desolación. De la famosa frase “Dios mio, ¿qué hemos hecho?” del copiloto del Enola Gay, el B29 que lanzó el artefacto.

Calles de Hiroshima tras la explosión de la bomba nuclear


Dice la cronista Leila Guerriero que “una historia tiene como destino posible la gloria o el olvido. Lo que importa no es el qué, sino el cómo. No la historia, sino los vientos que la empujan”. Si “Hiroshima” hubiese sido uno más de los muchos escritos sobre la bomba nuclear que sacudió la ciudad japonesa, habría pasado a engordar la biblioteca de libros para documentación histórica. Sin embargo, la extrema sensibilidad y cercanía con la que muestra las experiencias de la señora Nakamura, el Doctor Sasaki, el Padre Kleinsorge, la joven Sasaki, el Doctor Fujii y el pastor Tanimoto, hizo que “Hiroshima” se convirtiera en el más famoso artículo de revista jamás publicado y el mejor escrito por un periodista norteamericano. Es el detalle elevado a la máxima potencia “Tanimoto se dio cuenta mientras corría de que la pared de la propiedad se había desplomado hacia el interior de la casa y no a la inversa”.

En sentido literal
Un obituario en la revista New Yorker afirmaba que “si hubo alguna vez un tema proclive a hacer que un escritor fuera recargado y un artículo farragoso, ése era la bomba de Hiroshima; pero el reportaje de Hersey fue tan meticuloso, sus frases y párrafos tan claros, serenos y contenidos, que el horror de  la historia que tenía que contar nos resultó especialmente espeluznante.” En el libro resalta una cualidad por encima del resto. El legado que, de algún modo, dejó a New Yorker:orden, claridad, palabras directas y cortas; frases cuadradas, declarativas, terminadas en ángulo recto. Una desnudez literaria que, sin vulgarizar las historias, logra una máxima de fidelidad con los hechos que muestra, “La cuadrilla encargada de los cadáveres los llevaba a un claro de las afueras, los ponía sobre piras hechas con la madera de las casas destruidas, los quemaba, repartía las cenizas en sobres para placas de rayos X, marcaba los sobres con el nombre del muerto y los apilaba, ordenada y respetuosamente, en la oficina principal”En ocasiones puede resultar, incluso, demasiado preciso y serio.  Pero no es más que la búsqueda de credibilidad, el esfuerzo documental de lograr una narración realista y objetivista. Para ello, confía en las cifras (metros de distancia a la explosión, número de muertos y heridos, medidas de la radiación, etc.) y también en datos científicos, “los expertos encontraron, por ejemplo, una sombra permanente proyectada sobre el techo de la Cámara de Comercio (a 200 metros del centro aproximado) por la torre rectangular de esa misma estructura; […] otra más proyectada por la manija de una bomba de gas (2.400 metros); y varias más sobre tumbas de granito en el templo Gokoku (350 metros)”

Hersey huye del recurso melodramático que se recrea en los sentimientos de terror, miedo o espanto tan fácilmente asignables a una catástrofe de tal magnitud. De los 250.000 habitantes que había en la ciudad de Hiroshima antes del 6 de agosto de 1945  murieron cien mil y otros tantos quedaron heridos, muchos muy gravemente; además, quedaron los daños materiales que dejaron a Hiroshima literalmente arrasada; y la radioactividad en el agua y en el propio aire para respirar. Hersey se limita a dibujar momentos, con las experiencias de los seis japoneses como única visión. De este modo el lector avanza al mismo ritmo que lo hacen ellos, y conoce su ignorancia “Comenzó a llover. Las gotas se volvieron demasiado grandes para ser normales y alguien gritó: los norteamericanos están arrojando gasolina. ¡Nos van a quemar!”; e incluso accede a sus recuerdos y sentimientos más íntimos “Había dormido mal toda la noche y se  había despertado una hora antes de lo acostumbrado; se sentía lento y levemente afiebrado, y alcanzó a pensar en no ir al hospital”.
Hiroshima y otros artículos de John Hersey son considerados por Tom Wolfe como los antecedentes directos del nuevo periodismo, que busca presentar cada escena al lector a través de los ojos de un personaje en particular, para dar la sensación de estar metido en la piel del personaje y de experimentar la realidad emotiva de la escena tal como él la está experimentando. A pesar de que el desastre fue el mismo para todos, el autor consigue que, al narrarlo desde la perspectiva de cada superviviente, no resulte repetitivo. Descubre algo nuevo cada vez, y la desesperación de la gente no se emplea como un adorno literario, sino como información pulida “Cesó la lluvia, la tarde nublada era caliente; antes del anochecer, los tres grotescos personajes bajo el trozo de hierro inclinado empezaron a oler bastante mal”.

Portada de la edición de New Yorker íntegramente dedicada al reportaje de Hersey


Factor humano
Sobrecoge el modo en que el periodista convierte al lector en una suerte de Dios omnipresente. Desde el cielo que segundos más tarde se teñiría de rojo eléctrico, uno es capaz de atravesar casas, oficinas, hospitales, para observar el momento preciso en el que las vidas de los seis ciudadanos fueron interrumpidas por la gigantesca explosión. Sin embargo, como afirma el periodista Arcadi Espada, “el punto de vista de Hersey nada tiene que ver con la omnisciencia. Su conocimiento de la realidad que describe se reduce a la experiencia de los seis supervivientes”, no se presenta como la reconstrucción global de los hechos tras la caída de la bomba.

El autor cose escenas, produce continuidad, organiza información. Tiene un ritmo natural y firme. La obra no está construida en planos generales y ritmos lentos, sino con primeros planos, escenas concretas. Hay voces en off y planeos. Resulta especialmente llamativa la forma en que, de pronto, las historias de los seis ciudadanos comienzan a entrelazarse unas con otras, lo que indica que, seguramente, su elección no fue aleatoria, sino producto de un profundo trabajo de investigación previo en el que una fuente le llevó a otra “Al pasar la señora Nakamura por el edificio de la misión jesuita vio al padre Kleinsorge salir corriendo, en calzoncillos cubiertos de sangre y con una maleta pequeña en la mano”.

En un mundo, el de los medios de comunicación, donde predominan cada vez con más insistencia los textos cortos, adornados con recuadros, infografías, mapas, cuadros comparativos, biografías exprés, columnas de especialistas y muchas fotos, una lectura de “Hiroshima” se recibe como el aire fresco que rescata el carácter humano inherente a toda buena historia. El trabajo de campo tan profundo que realizó el periodista necesitó mucho tiempo, muchas horas de trabajo, que los medios actuales no estarían dispuestos a sacrificar en pos de la actualidad. La realidad es mucho más rica y extraordinaria que cualquier fantasía. "Hiroshima" es el mejor ejemplo de ello.

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